sábado, 8 de octubre de 2016

Adriana La Rotta
 

Adriana La Rotta  

PERIODISTA DE EL TIMPO

La vida por encima de la política

Cuando la historia se enfoque en la Colombia de fines del 2016 no va a acordarse del chiquitaje del juego electoral ni de quién fue más hábil en planear sus jugadas.
He pensado mucho esta semana en quienes votaron No en el plebiscito del domingo. No me refiero a quienes, de manera inadvertida, fueron objeto de mensajes de texto, cadenas de WhatsApp, cuñas de radio y otros artificios malintencionados que apelaron a sus miedos y a sus resentimientos para que fueran a las urnas a rechazar el acuerdo de paz. Esos votantes –y sospecho que hay millones de ellos– fueron las víctimas de una manipulación cuyo alcance apenas se está empezando a develar.

He pensado más bien en los que votaron No porque se sienten animados por motivos nobles. Los que conocen en líneas generales el contenido del acuerdo de paz y saben que no busca decomisarle la pensión a los jubilados ni instaurar el socialismo del siglo XXI como se ha afirmado de manera maliciosa, pero tienen una idea muy específica de justicia y alcanzarla es más importante para ellos que la misma paz. Yo estoy en la otra orilla. Como le escuché a un experto –de los varios que han visitado Colombia en los últimos años– el acuerdo firmado en La Habana sacrifica un poco de justicia a cambio de que se creen las condiciones para que haya mucha paz. Yo prefiero esa fórmula.

La razón es muy sencilla: ponerle fin al conflicto, desmovilizar y desarmar a las Farc de manera rápida y eficaz no solo es lo que quieren los millones de víctimas que votaron Sí para refrendar el acuerdo, sino que evita que más colombianos sigan muriendo como resultado de esta guerra estéril. Nada es más importante que la vida y es desalentador que muchos colombianos que votaron por el No se sientan virtuosos, además de victoriosos. En la práctica, su voto ha dejado en situación de vulnerabilidad e inclusive de inminente peligro a compatriotas, tanto civiles como aquellos en uniforme, que no merecen seguir atrapados en ese pasado sangriento del cual otros colombianos están tan desconectados que ni siquiera se tomaron el trabajo de votar el domingo.

Si la alternativa era evitar que de aquí a unas décadas Colombia se convierta en Venezuela –por poner un escenario que a mí personalmente me parece irreal e improbable– o evitar que los jóvenes sigan muriendo antes de tiempo en una guerra anacrónica y sin sentido, no veo el dilema. Afortunadamente muchos otros colombianos votaron con los pies en la tierra, demostrando que a pesar del rechazo que les produce el sufrimiento infligido por la guerrilla, la capacidad para el perdón y la compasión, y para imaginarse un país mejor, siguen estando ahí.

En el año 2009 el Comité Noruego le dio el Nóbel al entonces recién posesionado Barack Obama. Lo hizo no por sus logros concretos, sino porque representaba una visión de liderazgo contraria a la intervención de la era Bush que metió a Estados Unidos en dos guerras cuyas consecuencias han sido devastadoras. El Nobel concedido este viernes al Presidente Santos no es muy distinto, a pesar de que el anhelo de la paz haya entrado en el limbo en que se encuentra. Es un reconocimiento y una voz de aliento a todos los colombianos que estamos cansados de mirar por el espejo retrovisor.

La vida tiene que estar por encima de las ambiciones políticas, los intereses económicos y las rencillas personales. A los líderes y los partidarios del No que crearon este compás de espera les está corriendo el reloj para demostrar que ellos también están mirando hacia adelante.

Cuando la historia se enfoque en la Colombia de fines del 2016 no va a acordarse del chiquitaje del juego electoral ni de quién fue más hábil en planear sus jugadas. Pero sí se va a acordar de cuáles fueron los líderes que ayudaron a cerrar el capítulo de la miseria y a abrir el de la esperanza.

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