sábado, 19 de agosto de 2017


El desarrollo curricular ¿Cómo programar un curso?

   


Julián De Zubiría Samper
Vamos a suponer que usted ha sido contratado como profesor en la materia de Ciencias Naturales para desarrollar un curso con los estudiantes de cuarto grado de educación básica. ¿Qué preguntas se haría usted antes de iniciar el curso? Le sugiero nuevamente suspender momentáneamente la lectura, ubicarse en la situación descrita y pensar o escribir todas las preguntas que considere necesario resolver para poder planificar adecuadamente el desarrollo de su programa. Las preguntas relacionadas con el salario, el contrato, las condiciones de trabajo, la estabilidad o los horarios, no serán tenidas en cuenta en este ensayo; no porque no sean importantes (¡vaya si lo son!), sino porque corresponden, estrictamente hablando, a un problema laboral y no a uno pedagógico, y dichos problemas se resuelven en los espacios públicos y mediante mecanismos políticos y colectivos, los cuales como puede entenderse fácilmente, desbordan por completo las pretensiones del presente texto.

Es posible que algunas de las preguntas que formule al programar un curso estén relacionadas con los estudiantes y sus características; entre ellas estarían las referidas a las edades promedio, la distribución por géneros, las características cognitivas, valorativas o praxiológicas, los contextos en los que se desenvuelven; o bien, en un sentido más general, incluyan sus condiciones familiares. En este último caso, los contextos sociales, culturales y económicos de los padres y sus hijos, también serían tenidos en cuenta.


Posiblemente usted piense en preguntas relacionadas con la escuela. Su PEI, su misión, su visión o sus reglamentos y manual de convivencia, el manejo disciplinario o las características de las relaciones hasta el momento establecidas entre la institución y las familias.

Otro grupo de preguntas podría estar referido a las maneras de trabajar, como los temas y subtemas incluidos, o los recursos didácticos, la biblioteca o la sala de cómputo con las que cuenta la institución.

Tal vez su lista incluya algunos aspectos no señalados en el breve resumen anterior. Aun así, podríamos comprobar que la mayoría de las preguntas se agrupan en alguno de los siguientes interrogantes: ¿A quién voy a enseñar? ¿Qué voy a enseñar? ¿Cómo y con qué lo voy a hacer? La experiencia nos muestra que la mayor parte de docentes privilegian estas tres preguntas o algunas de ellas. Preguntas mucho menos comunes se podrían referir al ordenamiento y la secuenciación de los contenidos, el sentido y la finalidad de la educación o los criterios y características de la evaluación. Diversos factores podrían explicar estos “olvidos”.


La evaluación es uno de los aspectos curriculares más abandonados por parte de los maestros, hasta el punto de que difícilmente se encuentra un docente que elabore sus pruebas evaluativas al iniciar o planear el desarrollo de un curso. La mayor parte de las veces la evaluación no se piensa sino un día, o a lo sumo dos, antes de ser realizada, bajo el supuesto de que sólo puede preguntarse lo que previamente se haya alcanzado a enseñar.

Se pierde así la posibilidad de utilizar la evaluación como impulsadora del aprehendizaje o como elemento que guía la práctica docente al permitir identificar los objetivos fundamentales del trabajo educativo en torno a un tema. ¿Cuánto tiempo dedica usted a preparar una evaluación y cuánto a preparar una clase? ¿Cuántas horas-año ha invertido en la elaboración de sus evaluaciones? Si bien a la evaluación se dedica una pequeña parte del trabajo docente, a la secuenciación y organización curricular de un programa se le destina un tiempo considerablemente inferior. Pareciera que no es un problema del docente, por lo que, en consecuencia con ello, se transcribe la secuenciación presentada en el libro o el parcelador comercial; incluso se llega a pensar que ésta es la única manera de secuenciación posible.


El “olvido” de la finalidad y el sentido de la educación es un problema mucho más grave y profundo; por tanto se requiere mucho mayor cuidado en su interpretación. Tal vez una historia anónima, recogida de la práctica docente por el maestro y amigo Nicolás Buenaventura, nos permita encontrar algún elemento que ayude a su comprensión.

Preguntado un profesor de matemáticas de primer grado sobre por qué hay que aprender a sumar, respondió que en realidad era muy fácil la junta ya que él enseñaba a sumar para que sus alumnos pudieran aprender a restar y multiplicar en el curso siguiente. En seguida se inquirió al profesor sobre la importancia del aprendizaje de la resta y la multiplicación; sin demorar un instante, argumentó que era una necesidad para que sus alumnos pudieran aprender a dividir con números naturales. Interrogado entonces sobre cuál era la necesidad que se resolvía mediante la enseñanza de la división, respondió que las preguntas seguían siendo sencillas, ya que el aprendizaje de las operaciones aritméticas con los números naturales permitiría a sus estudiantes aprender operaciones aritméticas con números fraccionarios y decimales. De vuelta al cuestionamiento sobre la finalidad de esta enseñanza, respondió que esa sí era una pregunta muy difícil, y que no podía contestarla. Que era la única pregunta difícil que le había realizado el maestro Buenaventura.

¿Por qué? – Inquirió el maestro Buenaventura–. Porque yo sólo enseño hasta 5º grado –respondió el docente entrevistado– y, por consiguiente, esa pregunta sólo la podría contestar un profesor de sexto grado. En consecuencia, el entrevistado no sabía qué finalidad se buscaba con las enseñanzas que tenía a su cargo, ya que él solo enseñaba hasta el quinto grado.

La respuesta anterior es mucho más común de lo que a primera vista podría pensarse. Muchos niños responden que estudian en primer grado “para” después estudiar en segundo, y que estudian en segundo “para” después estudiar en tercero y así sucesivamente. En realidad, la mayor parte de las veces no se tiene claro ni para qué se enseña, ni para qué se estudia. Ni por qué se enseña lo que se enseña, ni por qué se estudia lo que se estudia.

Pareciera que se enseña y se estudia porque hay que estudiar y hay que enseñar. Lo más grave del caso es que sin finalidades e intenciones educativas claras y previamente definidas no es posible pensar ni actuar pedagógicamente.

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