El peor enemigo de los buenos profesores son sus propios compañeros
El peor enemigo de los buenos profesores son sus propios compañeros. Ellos son los que les ponen trabas y zancadillas para formar grupos de trabajo, poner en marcha mejoras e innovaciones, coordinar las actuaciones en cada curso y en el centro en su conjunto. Son ellos los que cuestionan y critican de manera encubierta o incluso abiertamente las iniciativas que quieren emprender. Esta situación se puede ver perfectamente ilustrada en el artículo “Sé profesor y sé sumiso” donde el autor y varios profesores que lo comentan, se burlan de manera cínica de estas iniciativas, a las que otros llaman “milongas educativas”.
Esgrimiendo todo tipo de causas y razones buscan, dice Débora Kozak (una maestra con una larga trayectoria), desesperanzar a todo aquel que quiera hacer algo diferente y, si es joven, explican su comportamiento atribuyéndolo a la corta trayectoria en el sistema y rematan con la frase: “en unos años se te va a pasar”, como si quien trajera las nuevas ideas portara una enfermedad transitoria que se irá diluyendo con el paso del tiempo.
La oposición que ejercen este tipo de profesores propicia que cuando las iniciativas para mejorar la actividad docente y/o el aprendizaje de los estudiantes, finalmente logran llevarse a cabo, sean experiencias en general de carácter individual o aisladas.
El trabajo colaborativo, en equipo, entre los profesores de los centros educativos es poco frecuente, no porque no haya en cada centro profesores dispuestos a trabajar de esta manera, sino porque tienen compañeros que se niegan en rotundo aduciendo una inadecuada interpretación de su “libertad de cátedra” u otro tipo de excusas: no se puede, para qué, así no se hace, que lo hagan otros, nada sirve, etc.
Esto conduce a que en muchos centros los profesores realicen su trabajo de manera individual, en soledad. Es común que no exista “ambiente de trabajo” entre ellos, o que este sea irrespirable.
Esto también hace que los esfuerzos y las energías de los buenos profesores pierdan eficiencia y eficacia. Y que bastantes de ellos tengan que realizar, a su vez, tremendos esfuerzos psicológicos para acudir a sus centros, que finalmente se traducen en depresiones y en el síndrome del “profesor quemado”.
No es extraño comprobar que cada comienzo de curso se produzca una situación paradójica: muchos estudiantes desean que éste comience para encontrarse con sus compañeros, mientras que son numerosos los profesores que lo que más les acongoja es justamente encontrarse con los suyos.
Los profesores de los centros donde estas situaciones son habituales harían un gran servicio a nuestro sistema educativo, y a ellos mismos, si superaran el espíritu corporativo que les impide enfrentarse, pronunciarse o incluso denunciar las malas prácticas presentes en sus centros. Mientras su silencio siga amparando las actitudes, formas y actuaciones de los compañeros que dificultan o impiden introducir los cambios y las mejoras que nuestro sistema educativo necesita urgentemente, poco se podrá hacer. Es necesario romper con el hermetismo presente en los claustros de profesores.
Entiéndase esta reflexión como un mensaje de ánimo y apoyo a esos magníficos profesores que hay en nuestro sistema educativo, y que día a día se esfuerzan por mejorar en un entorno como el que se acaba de describir, no es un cuestionamiento o un ataque a la profesión docente, todo lo contrario, es una reivindicación de la misma. Tampoco con esta reflexión se pretende que se olviden las consecuencias de unos recortes mal intencionados en educación. Pero estos no pueden seguir siendo la excusa para el inmovilismo.
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