Malos
estudiantes, grandes genios
Triunfar en el colegio de niños no es
garantía de éxito profesional de adultos. Pero ser un mal estudiante tampoco es
una condena de por vida. Más de un genio consagrado fue un auténtico desastre
en la escuela. Siempre hay esperanza
Ser un "asno" en el colegio no impide triunfar en la vida
profesional de adultos
Dan
Burn-Forti
El veredicto del profesor suena
inapelable. “Su rendimiento, sus resultados, son
insatisfactorios. No asimila bien. Las notas donde apunta sus experimentos
están rasgadas y confusas. A menudo se encuentra perdido, porque no escucha.
Insiste en hacer las cosas a su manera. Me ha llegado la noticia de que quiere
ser científico. En las circunstancias actuales, me parece algo ridículo. Si no
puede ni siquiera aprender las bases de la biología, no tiene posibilidades de
desempeñar el trabajo de un especialista. Sería una pura pérdida de tiempo no
sólo para él, sino también para los que deberán enseñarle”.
El alumno en cuestión es John Gurdon. Medio siglo después de este juicio
demoledor, en el 2012, a sus 64 primaveras, Gurdon se ha tomado su revancha al
ganar el premio Nobel de Medicina. Sus pobres resultados en
la Eton School, donde los académicos todavía se acuerdan de que sacó en una
prueba una miserable puntuación de 2 sobre 50, no le impidieron llegar a lo más
alto en su carrera profesional.
Genios que en el colegio fueron malos
estudiantes: es más común de lo que se piensa y abarca todas las disciplinas.
Por ejemplo, el profesor de Albert Einstein escribió:
“Este chico no llegará nunca a ningún sitio”. Tampoco es que fuera un desastre
(se ha exagerado mucho este aspecto), pero es cierto que sus maestros
encontraban al joven Einstein lento y se quejaban de que reflexionaba demasiado
antes de contestar a una pregunta. No conseguía aprender nada de memoria. No entendía las reglas y las órdenes.
Rechazaba practicar deporte y esto lo llevó a aislarse. A los 16 años fue
rechazado en una primera prueba de acceso a la Escuela Politécnica de Zurich
por sus malos resultados en letras. Pese a ser excelente
en matemáticas y física, era flojo en francés (se acababa de mudar a Suiza y no
conocía el país), geografía y dibujo. Años después, el padre de la teoría de la
relatividad dejó para la posteridad una de sus célebres frases sobre el tema:
“La educación es lo que queda después de que uno ha
olvidado lo que aprendió en la escuela”.
Otro físico de renombre, el estudioso
de los agujeros negros Stephen Hawking,
recuerda sus años de la universidad como un periodo de “aburrimiento y con la
sensación de que no mereciera la pena esforzarse”. Hawking estudiaba menos de
una hora al día. Confesó haber aprendido a leer sólo a la edad de ocho años.
Aunque claro, su inteligencia estaba fuera de discusión. Su tutor de física,
Robert Berman, contó posteriormente en The New York Times Magazine: “Sólo le
bastaba saber que se podía hacer algo. Y él era capaz de hacerlo sin mirar cómo
los demás lo hacían. Por supuesto, su mente era
completamente diferente de las de sus coetáneos”. Su enfermedad, relacionada
con la esclerosis lateral amiotrófica que le golpeó a los 21 años, le despertó:
“Sólo entonces entendí que moriría pronto y que había que activarse”, declaró Hawking.
Estos casos tuvieron un final feliz.
Pero hubo en la historia otro matemático que no tuvo la misma suerte. Évariste Galois, considerado el padre de la álgebra moderna, fue rechazado dos veces por la
École Polytechnique de París por su manifiesta incapacidad de superar los
exámenes de acceso y por su sistemática rebelión a las reglas y al sistema.
Murió en un duelo a los 20 años.
Tener un hijo con grandes capacidades
pero poco apto para las aulas puede llegar a convertirse en una pesadilla para
los padres. Charles Darwin era, según sus
maestros, “un chico que se encuentra por debajo de los estándares comunes de la
inteligencia. Es una desgracia para su familia”. Al parecer, su padre compartía
el diagnóstico. Consideraba que era vago y soñador: “Mi hijo no piensa en otra
cosa que en la caza y en los perros”.
Otro padre con quebraderos de cabeza
fue el de Winston Churchill. Tuvo que
admitir: “El trabajo escolar de mi hijo es un insulto a la inteligencia” (años
después el canciller británico afirmó: “Siempre me ha encantado aprender. Lo
que no me gusta es que me enseñen”). Según su maestro de primaria, “Winston es
un elemento que molesta constantemente, siempre está a punto de meterse en líos”. En cuanto a la madre de Thomas Edison, llegó a perder la paciencia con su hijo.
Al cabo de tres años, tuvo que quitarle del colegio por desesperación, para
educarle en casa. Era “un chico confuso, inestable y
embrollón”, según su profesor. El inventor de la bombilla incandescente empezó
a vender dulces y periódicos en los trenes y así desarrolló, con los años, su
genio creativo.
La figura del genio matemático
superdotado pero incomprendido es un clásico de
la mitología popular. Pero esta divergencia entre rendimiento escolar y éxito
profesional se ha manifestado también en otras ramas, como las artísticas.
Piensen, por ejemplo, que Giuseppe Verdi no
fue admitido en la Escuela Superior de Música de Milán, el Conservatorio. La
razón: haber superado los límites de edad y ¡adoptar una postura incorrecta de
las manos sobre el piano! En la pintura, más de lo mismo. Picasso (mientras que los otros alumnos seguían la
clase del maestro, él dibujaba incansablemente palomas y corridas en sus
cuadernos), Debussy (faltas de ortografía
recurrentes) y Leonardo (emprendía
investigaciones en dominios diferentes y, una vez comenzadas, las abandonaba)
nunca destacaron en sus estudios. Por no hablar del arte de escribir: Unamuno suspendió la asignatura de literatura. Marguerite Yourcenar nunca pasó por la escuela y Balzac fue un auténtico desastre: indisciplinado,
distraído…
¿Son cosas del pasado? En realidad, la
divergencia entre las pobres notas sacadas en la etapa del cole y la posterior
y exitosa carrera sigue produciéndose hoy en día. Incluso dos genios de la sociedad
moderna, como Craig Venter, el padre del genoma
humano, o Larry Ellison, el fundador de
Oracle, también dejaron un mal recuerdo en su paso por las aulas. El primero
estaba más interesado en la vela y el windsurf. Sus notas eran muy
insuficientes. El segundo era un estudiante poco atento. Dejó la universidad ya al segundo año, también debido a
problemas familiares. Ahora es considerado el quinto hombre más rico del
planeta.
¿Y Bill Gates? ¡Al
fundador de Microsoft tuvieron que pagarle para estudiar! “Para estimularnos,
mis padres nos daban a mi hermana y a mí 25 dólares por cada sobresaliente que
sacábamos. Mi hermana cobraba más porque siempre fui mal estudiante”, cuentan
en su biografía.
¿Cómo es posible que los centros de enseñanza y los profesores no supieron
darse cuenta de que tenían delante a genios? Paul Arden, publicista autor del
libro Usted puede ser lo bueno que quiera ser (Phaidon),
escribe que el criterio de enseñanza no puede en ningún caso ser un criterio
fiable: “En la escuela se aprende sólo el pasado, los hechos conocidos. Cuanto
más hechos se recuerdan, mejores son las notas. Los que fracasan en la escuela
no están interesados en el pasado, tal vez porque piensan en clave de futuro. O simplemente no tienen buena memoria. Pero
esto no significa que no puedan tener éxito”. “Siempre hay
que recordar que los grandes números dicen todo lo contrario: a la gente a la
que le ha ido bien en la escuela, le fue bien en la vida. Pero es cierto que
hay niños que pueden chocar fácilmente con sistemas rígidos y torpes”, reconoce
Mariano Enguita, autor del estudio de la Obra Social de La Caixa Fracaso y
abandono escolar en España, y catedrático de Sociología de la Universidad de
Salamanca.
Dicen los psicólogos que estamos
predispuestos, por la naturaleza, a recuperar nuestra autoestima después de un fracaso. Y, a veces, para
ciertas personas es más fácil conseguirlo siguiendo caminos alternativos al
estudio, tal vez porque los creativos, por
definición, se rebelan a las reglas. Según Alicia López, fundadora y directora
del Centro de Psicología López de Fez, en Valencia (Centropsicologiainfantil.es), “es muy posible que la
rigidez del sistema educativo les haya impulsado a estimular su creatividad
ante la necesidad de encontrar su propio camino, un camino en el que poder dar
rienda suelta a su talento”. Así que siempre hay esperanzas. Tal como escribe
Jean-Bernard Pouy, coautor del libro Enciclopedia de malos alumnos y rebeldes
que llegaron a genios (Catapulta), “una infancia problemática, una educación
fallida, una vocación forzada o desviada a menudo pueden llevar a la
iluminación”.
En todo caso, parece evidente que los profesores, en muchos casos, no supieron detectar o
entender las potencialidades de estos
alumnos geniales. El escritor francés Daniel Pennac fue durante años un maestro
y contó sus experiencias en un libro (Mal de escuela, Mondadori). Él cree que
los que enseñan deberían, antes que nada, mantener la mente abierta y abandonar
los prejuicios. Porque incluso la persona que aparentemente
es un mal estudiante puede esconder grandes virtudes y capacidades. “Todo el tiempo que trabajé como profesor
de alumnos de bachillerato, nunca me topé con ningún muchacho idiota. Los hay
más vivos, más atrevidos, más rápidos, sí. Pero no hay que olvidar que la
escuela es el lugar donde se entrechocan el conocimiento y la ignorancia.
Enseñar siempre es algo violento”.
“Todas las personas tienen una dosis de
talento, pero no todas tienen fuerza de voluntad y
ganas de trabajar para desarrollarlo, aún siendo motivadas. Las personas con
talento pueden ser también personas perezosas”, matiza Alicia López. De ahí la
pregunta clave: ¿ir al colegio puede ayudar a vencer esta pereza o, en cambio,
estos ejemplos demuestran que, por muy buena intención que se ponga, estamos
ante una batalla perdida? Mariano Enguita reconoce que, a diferencia del
pasado, “ahora con las redes sociales todo el mundo tiene oportunidades para formarse incluso fuera de las
aulas. Hay muchas herramientas disponibles. Y sí, digamos que sí, hay personas
que aparentemente no necesitan la escuela”. Piergiorgio Odifreddi, matemático,
divulgador y autor de varios libros, también cree que en ciertas circunstancias
las aulas no sirven o, en todo caso, sirven poco. “La
escuela siempre es necesaria, salvo en los casos en los que hace más daño que
otra cosa. Sus puertas deben permanecer abiertas a todos, salvo a los que están
en grado de desarrollar un pensamiento independiente y de mirar al mundo con
una mirada poco convencional. Intentar atar una
persona con estas características en el esquema del saber común puede
frustrarle, y cortarle las alas al impedirle desarrollar sus potencialidades”.
Sin embargo, la escuela todavía puede desempeñar un papel
esencial, también para los que tengan a un genio escondido en la lámpara.
“Incluso las personas creativas necesitan una cierta disciplina. Debe ser una disciplina sobre todo interna, pero que puede
también imponerse desde lo externo. En este sentido, la escuela puede enseñar a
tener capacidad de autocontrol y de trabajo que serán útiles para desarrollar
el propio talento”, subraya Enguita, que, en todo caso, recuerda que sentarse
en un banco en un aula no tiene por qué ser incompatible con cultivar la propia
genialidad. “No hay que olvidar que el año escolar, por lo menos en España, es
de 175 días al año. Los que, por alguna razón, no se encuentran cómodos o a gusto
en el colegio, disponen de mucho tiempo para desarrollar intereses, pasiones y
el talento que uno posee. ¡Más de la mitad de las horas del año, son suyas! No
es por acudir a la escuela que una persona con capacidades o talentos especiales va a acabar apretado de la
yugular. Por todo eso, es absurdo pensar que si te va mal en la escuela
necesariamente te vas a convertir en nada en la vida”.
Así que genios y
maestros pueden convivir de una manera
provechosa si cada uno pone algo de su parte. Por un lado, los estudiantes
pueden aprovechar el marco que ofrece el programa de la enseñanza para no
desperdiciar y dispersar sus dotes. Pero ¿qué tiene que hacer la escuela para
mejorar? “Lo deseable sería adaptar los criterios de enseñanza al estudiante.
La práctica demuestra que en grupos reducidos de alumnos, con atención
individualizada, estos aprenden más y están más motivados. Esto requiere
recursos y profesionales motivados y formados en altas capacidades. El sistema
escolar debería contemplar, además de la adquisición de conocimientos
académicos, la educación emocional de los alumnos y el desarrollo de sus
habilidades sociales (enseñándoles a ser asertivos) para fortalecer su voluntad
e introducir hábitos de esfuerzo,
autodisciplina y automotivación”, dice López.
Ahora bien, todo dependerá también de
la idea de éxito que cada uno tenga y de la capacidad de sobreponerse a los
suspensos. Pennac lo sabe bien. “Yo repetí curso. Y, queridos chicos, os
aseguro que en la vida hay cosas mucho peores”. Genial.
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