MAYO19 DE 2013
GRAN DILEMA.
¿CUÁL ES LA ESCUELA QUE DESEAMOS? UNA
ESCUELA TRISTE, DEPRIMIDA Y DESOLADO O
UNA ESCUELA DINÁMICA, ALEGRE Y DIVERTIDA.
“En la escuela más triste de China
los niños se sientan sobre un ataúd, en el Choco los niños tienen que caminar
más de cinco horas para llegar a ser felices a su escuela y en las escuelas que
tenemos menos dificultades, pareciera que tener una buena amistad y buscar la felicidad es un motivo para ser tenido en cuenta en la
mira de la inquisición”.
Estas son algunas de las utopías de la
educación, mientras en unos lugares los maestros y los niños hacen verdaderos
sacrificios para estudiar y salir adelante, en otras pareciera que estamos
empeñados en que cada día los estudiantes vayan olvidándola y abandonándola. Año
tras año nos vamos dando cuenta que los que asisten a clase son menos; la
mayoría de los comúnmente desertores se marchan a cometer actos delictivos, a
perderse en el ocio, en la pereza o tal vez a vagabundear por el barrio o la
vereda.
Ahora a los que asisten con sus grandes dificultades y
sacrificios que a lo mejor desconocemos,
deberíamos procurarles en la escuela un lugar donde disipar sus penas, un lugar
más alegre, un lugar donde prosperen los sueños y la felicidad, en otras
palabras una escuela más humana.
Es probable que estas
historias nos sensibilicen un poco, con lo cual llegaremos a ser mejores
maestros y a valorar nuestro lugar de trabajo y nuestra profesión.
“En la escuela más triste
de China los niños se sientan sobre un ataúd”, es imposible que este titular
pase inadvertido, el artículo es de obligada lectura.
Esta es la escuela a la
que acuden unos niños chinos tras recorrer un radio de diez
kilómetros, cruzando montañas y peligrosos desfiladeros. Superan los obstáculos
naturales construyendo escaleras de cuerdas y bambú, arriesgan su vida para
poder recibir una educación. No cuentan con comedor (no tienen comida), ni
ordenadores, ni pizarras digitales, ni libros, ni pupitres… Al principio de
curso los propios alumnos fabrican su silla y, para los que no puedan, el
profesor ha colocado como asiento el ataúd de madera de su madre.
“Aún así, los niños todas
las mañanas realizan el camino a su escuela con una sonrisa, sabiendo que,
aunque se jueguen la vida entre desfiladeros, y que al llegar se
tendrán que sentar sobre un ataúd, por lo menos en el colegio se supone que
aprenderán la forma en que un día podrán cambiar las cosas.”
Tal es su esperanza, que
ellos mismos están arreglando la escuela y el camino. Formando así, una
verdadera sociedad educativa.
Son todo un ejemplo de
solidaridad, esfuerzo, trabajo, esperanza, grandeza y lucha y un maestro que a
pesar de todas las dificultades tiene bien claro su función como FORMADOR y lo
que debe hacer para ayudar a salir de la miseria a sus estudiantes. Un símbolo
del valor de la educación. Ahora, reflexionando sinceramente, qué impide que
nosotros independientemente del lugar donde trabajemos demos lo mejor de si
mismo.
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La Travesía De Wikdi
POR ALBERTO SALCEDO
RAMOS/ FOTOGRAFÍAS DE CAMILO ROZO/ PRODUCCIÓN DE STEPHANIE KISNER
Wikdi es un niño que vive en Chocó y que debe caminar cinco horas
diarias para ir y volver a su escuela. El cronista Alberto Salcedo Ramos lo
acompañó en un recorrido.
Esos
recorridos de Wikdi han tenido como escenario desde masacres de paramilitares
hasta el riesgo de enfrentarse a los animales de la selva.
En la
áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han
desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y
asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo
peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo
hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y
vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su
colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que
siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora,
mientras cierra la corredera de su morral.
Son
las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta
zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la
madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante
le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento
ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río
Arquía.
—Menos
mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta
noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal
adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el
suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí
se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si
guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza,
dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj
y se dirige a mí.
—Cinco
menos veinte —dice.
Luego
agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica,
es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que
el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando
él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó
que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una
madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su
mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la
mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles
a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama,
cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de
repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos,
hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo
miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza
siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las
tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por
dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio
de tamaña negrura.
Prisciliano
—treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo
su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de
Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad,
como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar
el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma
español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no
pertenecen a su etnia.
—El
colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros
aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en
séptimo.
—La
única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así
es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano
advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para
convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca
le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque
yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá
Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio
de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se
enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se
encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará
a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los
confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y
así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que
vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor,
se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de
la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus
conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por
cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la
noche.
—Las
cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.
Anabelkis,
su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un
momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién
nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues
Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo,
Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por
Darío Gómez.
Ya
lo ves me tiré el matrimonio
y
ya te la jugué de verdad
fuiste
mala, ay, demasiado mala
pero
en esta vida todo hay que aguantar.
El
fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto.
Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la
nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna
de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso
sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los
582 habitantes de la comarca ya está en pie.
Wikdi
le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y
comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros
de la familia.
Hemos
caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad.
Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una
pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie.
Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas,
garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros
filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a
vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda,
otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de
cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A
Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”:
zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace
hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38
grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio,
y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas
diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la
experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta
trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los
caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con
sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que
usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían
desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente
las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las
que tengo en este momento.
—¡Qué
sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted
no trajo agua?
—No.
—Apenas
nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco
en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él,
tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de
suministrarme.
—No,
mentiras: faltan son cuatro puentes.
En la
gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas
diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista
de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas
las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al
sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes
implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente
a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en
cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde
cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando
la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo
que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos
gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la
piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes
sed?
—Tampoco.
Wikdi
calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme,
dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas
veces vas a clases sin desayunar?
—Yo
voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces
comes cuando llegues.
—El
año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Captada
en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta
admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a
muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes
equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó
abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen
partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de
nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico,
tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un
blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto
a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la
trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo,
Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan
dos puentes —dice.
Solo
una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó,
de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó,
pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al
final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la
serpiente se alejaba.
—¿Por
qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me
quedé así.
—Sí,
pero ¿por qué?
—Yo
me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú
sabes por qué se fue la culebra?
—Porque
yo me quedé quieto.
—¿Y
cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No
sé.
—¿Tu
papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco
que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le
correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y
hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos
pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también
que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de
mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se
sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en
cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna
parte.
—¿Tú
por qué estás estudiando?
—Porque
quiero ser profesor.
—¿Profesor
de qué?
—De
inglés y de matemáticas.
—¿Y
eso para qué?
—Para
que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes
van a ser tus alumnos?
—Los
niños de Arquía.
Deduzco,
además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado,
conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede
con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se
plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de
las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un
informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54%
de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año
2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma
región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia
por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto,
no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza
con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese
es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El
que está sobre el río Unguía?
—Sí,
ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La
Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas,
costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se
encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive
ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin
embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años.
Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas
inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de
informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son
prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que
ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las
instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.
—Este
año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno
Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el
que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar
la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y
finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de
muchachos que vienen sin desayunar!
Ahora
los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se
sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje
como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre
para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson
—dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras
el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin
señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como
reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación
exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de
global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos
parajes atrasados la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes
ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias
sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el
pecho al viaje.
—América
es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de
Anderson.
Se me
viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada
por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica
colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca
apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón
en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida:
el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La
tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi
compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña
buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en
Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en
una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de
tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de
Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy
caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El
profesor sigue hablando:
—Chocó,
nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.
¡Ah,
si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas
lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes
nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son
los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría
romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero
entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005,
Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la
población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el
departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no
continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una
mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es
apodado ‘el Profe’.
Anderson
regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final
del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó
con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene
buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que
no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor
sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté
perdida en las tinieblas.
Igual sucede con nuestros niños del Guainía, del Vaupés, del
Amazonas, de Nariño, del Cauca y de muchos otros lugares de Colombia, donde
niños y docentes luchan por alcanzar un futuro mejor y por su felicidad,
nosotros, también procuraremos luchar por el futuro de nuestros jóvenes y por
su felicidad.
Estén seguros que no comparto la teoría de formar hombres y
mujeres sumisos y esclavos del sistema, niños y jóvenes cayados y temeros de su
escuela, hombres y mujeres con una creencia divina de que Dios los ama por que están predestinado
a sufrir y a seguir siendo pobres por siempre, hombres y mujeres sin derecho al
progreso y menos a opinar. No. Comparto la idea de formar hombres y mujeres
libres, que puedan protestar ante la injusticia, defender sus derechos y sobre todo con la idea clara de que la educación
es la mejor forma cerrar la brecha de la pobreza y mejorar su calidad de vida. Hombres
y mujeres que tengan el sueño de ir a la universidad y no morir esclavos de un
salario de miseria.
JJ = J2