El Espectador
Opinión
¿A qué escuela volveremos?
Por: Julián de Zubiría Samper
Colombia se prepara para retornar a
clases presenciales en enero de 2021. Es una decisión compleja, teniendo en
cuenta el abandono en que el Estado ha mantenido la educación pública, dado el
amplio número de estudiantes en las aulas de clase y la carencia de condiciones
mínimas para la bioseguridad, iniciando por el agua potable, el tapabocas o el
jabón. Hay que levantar la voz con fuerza para que dichas condiciones se
cumplan en todos los colegios en los que haya presencialidad, nos lo exige la
protección de la vida.
Sin embargo, debe ser claro para
todos que no podríamos retornar a clases atiborradas de informaciones, normas y
aprendizajes mecánicos. Contrario a lo que creen muchos profes, si un niño
repite lo que dice el docente, eso indica que no está comprendiendo los
conceptos o procesos que se pretende enseñar. Así mismo, si el joven lee
textualmente al exponer, es porque su comprensión es muy baja. En esta columna
me referiré a los que considero los tres principales cambios pedagógicos que se
avizoran para la evaluación y el currículo.
La pandemia desnudó lo absurdo de un
sistema educativo concentrado en la trasmisión de informaciones impertinentes y
descontextualizadas. Lo hizo en el terreno de la evaluación y del currículo
¿Qué sentido tiene, por ejemplo, preguntar en los exámenes por nombres, fechas,
símbolos o algoritmos, que están al alcance de los jóvenes al pulsar una tecla
en el computador? La virtualidad le puso la lupa a un problema que arrastra el
sistema educativo siglos atrás: la evaluación. En sentido estricto en los
colegios no evaluamos, sino que certificamos los resultados. La calificación
actúa como un instrumento de poder en manos de los profesores, quienes, gracias
a ella, imponen disciplina y obediencia. Al estudiante que desacate sus
órdenes, lo retiran del salón y lo castigan con calificaciones bajas. Una
decisión tan absurda no puede operar en la virtualidad. La pregunta es, ¿acaso
tiene sentido hacerlo en la presencialidad? La virtualidad no crea el problema,
tan solo lo hace más visible.
En la virtualidad, las evaluaciones
sumativas tuvieron que ser remplazadas por evaluaciones diagnósticas y
formativas. Al hacerlo, la evaluación recobró su sentido y de un instrumento de
poder en manos del profesor, pasó a actuar como mecanismo para favorecer el
desarrollo integral de los estudiantes. Se transformó en un instrumento para
saber cómo va el proceso y qué debe hacer cada estudiante para corregir sus
debilidades. A eso lo llamamos evaluación formativa. Por el contrario, a las evaluaciones
sumativas las denominamos calificaciones. “Profe, ¿aprobé?”, es una de las
preguntas que oímos a diario los docentes y que refleja una educación que busca
la certificación y que se preocupa por el aprendizaje y no por el desarrollo
integral. El problema no es de los niños que preguntan si aprobaron su examen,
sino de un sistema equivocado en sus prioridades. Por eso se copian y hacen
trampa, porque el sistema les enseñó que es más importante la calificación que
su propio desarrollo. El primer cambio que generará la pandemia es fortalecer
las evaluaciones diagnósticas y formativas en detrimento de las sumativas.
Éstas últimas no desaparecerán, pero cederán terreno ante las primeras.
En segundo lugar, la pandemia
evidencia la necesidad de atender de manera más equilibrada las diversas
dimensiones humanas, en particular, las dimensiones ética y social. Es absurdo,
en pleno siglo XXI, que las evaluaciones académicas tengan mayor valor que las
actitudinales o que la consolidación de competencias éticas. Así como hay que
evaluar el proceso de los estudiantes en matemáticas, sociales y ciencias
naturales, también hay que observar el proceso de interacción con los demás, su
empatía, autonomía y solidaridad, tal como ya lo hacen las maestras de
educación inicial. Los profes de todos los niveles debemos aprender de ellas.
Es absurdo que, en la básica y la superior, hayamos construido un sistema de
evaluación centrado en los conocimientos y que dejemos de lado aspectos tan
esenciales en la formación humana como la comprensión de sí mismo y de los
otros. Al retornar a las escuelas se tendrían que generalizar las evaluaciones
más integrales del desarrollo humano. Al fin de cuentas vamos a la escuela para
formar mejores seres humanos y no sabios que atropellen, abusen, estafen o
manipulen a los demás. La pandemia nos volvió a evidenciar que las emociones,
la ética y el afecto, son por lo menos, tan importantes como el desarrollo
cognitivo. La integralidad sigue siendo una promesa incumplida en la educación.
Sin embargo, lo esencial de las
crisis es que nos devuelven a las preguntas fundamentales, en nuestro caso, a
la pregunta por lo que debe ser enseñado en todas las escuelas para garantizar
los aprendizajes esenciales. La pregunta es ¿Qué sería muy grave que los niños
no aprendieran? La pandemia nos obligará a repensar los fines de la educación,
el sentido mismo de los colegios. Y al hacerlo, se evidencia la necesidad de
repensar los currículos.
Sin duda, la escuela ha estado muy
confundida en Colombia al enseñar contenidos impertinentes para la vida. Lo que
nos enseñan en los colegios, en general, no sirve en la vida; y lo que
necesitamos en la vida, por lo general, no lo enseñan en las escuelas.
Todas las clases de todas las áreas y
grados, tienen que enseñar a pensar, comunicarse y convivir ¡Todas! Esas son en
realidad las tres competencias esenciales para la vida que deberían ser
adquiridas en la educación básica y que son enseñadas por los muy buenos
maestros. Sin embargo, en general, no logramos consolidarlas porque hemos
dedicado ese tiempo precioso a aprender miles y miles de trivialidades que
usamos tan solo para responder los exámenes de los profesores y para rellenar
crucigramas. La gran ilusión es que, al volver a las clases presenciales, los
maestros impulsemos la transformación pedagógica que nunca ha querido impulsar
el ministerio. Que al retornar a las clases sea esencial la lectura crítica y
el debate de ideas. Exactamente lo contrario a lo que quería establecer el
parlamentario Edward Rodríguez en 2019, cuando presentó su maquiavélico
proyecto para limitar la libertad de cátedra. Como hicieron todas las
dictaduras de extrema izquierda y extrema derecha durante el siglo XX, él
quería limitar la libertad de cátedra, para que solo existiera una verdad: la
oficial, la que le conviene al gobierno de turno. Los maestros sabemos que la
escuela es el mejor espacio para favorecer la libertad, el debate, el
pensamiento, la lectura y la convivencia en todas las clases y en todos los
ciclos, ojalá de la manera más plural y diversa posible. Toda verdad y todo
dogma, hay que someterlo a lectura y análisis crítico. Eso siempre lo han
odiado los dictadores y es precisamente por eso que quieren limitar la libertad
de cátedra. Necesitamos un currículo que favorezca exactamente lo contrario: el
pensar, el convivir y la lectura crítica.
Si no logramos los tres cambios
anteriores al retornar a las clases, todos habremos perdido el año: profesores,
rectores, el MEN, las secretarías de educación y los estudiantes. Volver a la
misma escuela de siempre, no debería ser una posibilidad para nadie.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).
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